Hay un refrán que dice que «la mejor cuña es la de la misma madera».
Existen momentos profesionales en los que te encuentras situaciones de cuña de la misma madera. Son periodos de tiempo de mucha tensión, que pueden resultar muy dolorosos. Estos momentos pueden vivirse desde dos puntos de vista tremendamente enfrentados:
Cuando te vas:
Un día, decides cambiar de rumbo en tu carrera por el motivo que sea. Abandonas la empresa para la que estabas trabajando y afrontas ilusionado tu nuevo puesto y tus nuevas responsabilidades. En ese momento, te conviertes en una cuña de la misma madera.
Tú, la cuña, llegas a tu nueva mesa limpia y reluciente, te sientas y piensas por dónde debes empezar. Pasados los primeros días de adaptación, de saber dónde está el baño y tenerlo todo ordenadito y en su sitio, tu cabeza busca aquello que mejor conoce e intenta traer algo de eso a tu nueva zona de confort en construcción.
Te acuerdas de aquel compañero con el que tan bien te compenetrabas, de aquel segundo con el que te entendías sólo con mirarte, o de aquel contrato que te costó tanto conseguir y que ahora están disfrutando otros. Y sientes que aunque te pagaran por aquello, es legítimamente tuyo y que quieres recuperarlo. Ahí empieza todo.
Como lo conoces, porque eres una cuña de la misma madera, haces todo lo posible para traerlo contigo: hablas con ese cliente, con ese colega y le dices que tu madera de ahora es mucho mejor que la anterior, que las personas están por encima de las organizaciones, que tú eres la de siempre y que lo que está siendo bueno para ti puede ser muy bueno para todos.
Y mientras estás haciendo eso, un día recibes una llamada. De alguien que te conoce muy bien. Apelando a tu profesionalidad, a tus sentimientos, a tu poca vergüenza y a los años compartidos. Quien te llama, te pide que pares, que dejes de darle golpes. Probablemente ese día te sientas mal y te cueste dormir. Pero pararás en el momento que hayas acabado. Y sabes que quien te llama haría exactamente lo mismo.
Cuando te quedas:
Un buen día, un miembro de tu equipo, o tu jefe, o uno de tus más amados compañeros se va. Y por sus propias decisiones, se convierte en cuña e intenta atraer hacia sí a tus mejores clientes y colaboradores. Y ahí estás tú, con uno menos, e intentando contener una herida que esperas que tenga límite.
Dices a quien te quiere oír que la organización está por encima de las personas y que el camino que ha tomado la cuña es probablemente bueno para ella en este momento pero que no por eso tiene que ser necesariamente bueno para todos los demás. Te defiendes con todos los nudos de tu madera y esperas que la cuña se destroce dando golpes y sabiendo que cada día que pasa corre a tu favor.
Y mientras estás haciendo eso, un día llamas a la cuña y apelas a su profesionalidad. Le dices que su actitud es impresentable, que no te lo esperabas de ella. Que es una desagradecida por todo lo que tu madera le ha dado. Y esperas que se sienta mal, muy mal. Que pare. O que encuentre en su nuevo puesto un motivo que le permita cortar el cordón.
Pero en el fondo sabes, que parará en el momento que haya terminado, que es exactamente lo mismo que harías tú.
En ambos casos:
Cuando todo termina, porque a final siempre termina. Uno de los dos levanta el teléfono, llama al otro y os decís cosas del estilo de «ya sabes cómo es esto», «yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo», «estas cosas pasan» , «tenía que reafirmarme», «no podía dejar de hacerlo», «te comprendo», «entiende que tengo que defender a quien me paga», «no es personal», «gracias», «he aprendido mucho de ti», «te pasaré por encima si tengo oportunidad», «no espero menos de ti», «¿cuándo nos vemos?» o «vayamos juntos a por ese contrato».
Ese día, cuando colgáis, la cuña ya no es de la misma madera. Es una cuña cualquiera que de vez en cuando dará un golpe como todas las demás, en su antigua madera o en cualquier otra.
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